jueves, 27 de marzo de 2008

"BODAS DE CANA ", Es un Grupo de Oracion para matrimonios desde
la espiritualidad de la Renovacion Carismatica Catolica.
Comenzamos a funcionar en agosto de 2007 , y el objetivo del mismo, es
la " EVANGELIZACION DE LA FAMILIA ".

Nuestra sede: Av.Figueroa Alcorta 458
Cordoba 5000
email: gmbodasdecana@gmail.com

2 comentarios:

GRUPO DE ORACION PARA MATRIMONIOS "BODAS DE CANA" dijo...

revisamos

Anónimo dijo...

Francisco Javier Cervigon Ruckauer

De agua a vino:
¿Qué sentido puede tener que Jesús proporcione una gran cantidad de vino para una fiesta privada? En modo alguno se trata de un lucimiento en privado, sino de algo con mucho más alcance.

Tres días:
Es importante la datación: “Tres días después había una boda en Caná de Galilea” (Jn 2, 1). No está muy claro a qué fecha anterior hace referencia con la indicación del tercer día; pero precisamente por eso parece evidente que el evangelista otorga una gran importancia a esta indicación temporal simbólica que él nos ofrece como clave para entender el episodio. En el Antiguo Testamento, el tercer día hace referencia al día de la manifestación de Dios, como, por ejemplo, en el relato central del encuentro entre Dios e Israel en el Sinaí: “Al amanecer del tercer día, hubo truenos y relámpagos... El Señor había bajado sobre él en medio del fuego” (Ex 19,16–18). Al mismo tiempo, es posible percibir aquí una referencia anticipada a la manifestación final y decisiva de la historia: la resurrección de Cristo al tercer día, en la cual los anteriores encuentros con Dios dejan paso a la irrupción definitiva de Dios en la tierra; la resurrección en la cual se rasga la tierra de una vez por todas, sumida en la vida misma de Dios. Se encuentra aquí una alusión a que se trata de una primera manifestación de Dios que está en continuidad con los acontecimientos del Antiguo Testamento, los cuales llevan consigo un carácter de promesa y tienden a su cumplimiento. Los exegetas han contado los días precedentes en los que, según el Evangelio de Juan, había tenido lugar la elección de los discípulos; concluyen que este “tercer día” sería al mismo tiempo el sexto o séptimo desde el comienzo de las llamadas; como séptimo día sería, por así decirlo, el día de la fiesta de Dios para la humanidad, anticipo del sábado definitivo descrito, por ejemplo, en la profecía de Isaías que se cita poco antes en el texto.

Su hora:
Hay otro elemento fundamental del relato relacionado con esta datación. Jesús dice a María, su madre, que todavía no le ha llegado su hora. Eso significa, en primer lugar, que Él no actúa ni decide simplemente por iniciativa suya, sino en consonancia con la voluntad del Padre, siempre a partir del designio del Padre. De modo más preciso, la “hora” hace referencia a su “glorificación”, en que cruz y resurrección, así como su presencia universal a través de la palabra y el sacramento, se ven como un todo único. La hora de Jesús, la hora de su gloria, comienza en el momento de la cruz y tiene su exacta localización histórica: cuando los corderos de la Pascua son sacrificados, Jesús derrama su sangre como el verdadero Cordero. Su hora procede de Dios, pero está fijada con extrema precisión en el contexto de la historia, unida a una fecha litúrgica y, precisamente por ello, es el comienzo de la nueva liturgia en “espíritu y verdad”. Cuando en aquel instante Jesús habla a María de su hora, está relacionando precisamente ese momento con el del misterio de la cruz concebido como su glorificación. Esa hora no había llegado todavía, esto se debía precisar antes de nada. Y, no obstante, Jesús tiene el poder de anticipar esta hora misteriosamente con signos. Por tanto, el milagro de Caná se caracteriza como una anticipación de la hora y está interiormente relacionado con ella. ¿Cómo podríamos olvidar que este conmovedor misterio de la anticipación de la hora se sigue produciendo todavía? Así como Jesús, ante el ruego de su madre, anticipa simbólicamente su hora y, al mismo tiempo, se remite a ella, lo mismo ocurre siempre de nuevo en la Eucaristía: ante la oración de la Iglesia, el Señor anticipa en ella su segunda venida, viene ya, celebra ahora la boda con nosotros, nos hace salir de nuestro tiempo hacia el suyo.

Otra señal: su gloria es su exceso:
Comenzamos a entender lo sucedido en Caná. La señal de Dios es la sobreabundancia. Lo vemos en la multiplicación de los panes, lo volvemos a ver siempre, pero sobre todo en el centro de la historia de la salvación: en el hecho de que se derrocha a sí mismo por la mísera criatura que es el hombre. Este exceso ES su gloria. La sobreabundancia de Caná es un signo de que ha comenzado la fiesta de Dios con la humanidad, su entregarse a sí mismo por los hombres. El marco del episodio –la boda– se convierte así en la imagen que, más allá de sí misma, señala la hora mesiánica: la hora de las nupcias de Dios con su pueblo ha comenzado con la venida de Jesús. La promesa escatológica irrumpe en el presente. En esto, la historia de Caná tiene un punto en común con el relato de san Marcos sobre la pregunta que los discípulos de Juan y los fariseos hacen a Jesús:
–“¿Por qué tus discípulos no guardan el ayuno?”. La respuesta de Jesús dice así:
–“¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos?” (cf. Mc 2, 18s).
Jesús se presenta aquí como el “novio” de las nupcias prometidas de Dios con su pueblo, introduciendo así misteriosamente su existencia, Él mismo, en el misterio de Dios. En Jesús, de manera insospechada, Dios y el hombre se hacen uno, se celebran las bodas, las cuales, sin embargo –y esto es lo que Jesús subraya en su respuesta–, pasan por la cruz, por el momento en que el novio “será arrebatado”.
Autorrevelación y gloria:
Hay que considerar todavía otros dos aspectos del relato de Caná para sondear en cierta medida su profundidad: la autorrevelación de Jesús y su gloria, que se nos ofrece. El agua, que sirve para la purificación ritual, se convierte en vino, en signo y regalo de la alegría nupcial. Aquí aparece algo del cumplimiento de la Ley, que llega a su culminación en el SER y actuar de Jesús.
No se niega la Ley, no se deja a un lado, sino que se lleva a cumplimiento su intrínseca expectativa. La purificación ritual queda al fin y al cabo como un rito, como un gesto de esperanza. Sigue siendo agua, al igual que lo sigue siendo ante Dios todo lo que el hombre hace sólo con sus fuerzas humanas. La pureza ritual nunca es suficiente para hacer al hombre capaz de Dios, para dejarlo realmente puro ante Dios. El agua se convierte en vino. El regalo de Dios, que se entrega a sí mismo, viene ahora en ayuda de los esfuerzos del hombre, y con ello crea la fiesta de la alegría, una fiesta que solamente la presencia de Dios y de su regalo pueden instituir.
Todo resulta coherente:
 Jesús, al explicar su misión, hace referencia al Salmo 110, en el que aparece el sacerdocio de Melquisedec (cf. Mc 12, 35);
 la Carta a los Hebreos revela de forma precisa la teología de Melquisedec;
 Juan presenta a Jesús como el Logos de Dios y Dios mismo;
 el Señor nos ha dado el pan y el vino como vehículos de la Nueva Alianza;
 en el relato de Caná está reflejado el misterio del Logos y su liturgia cósmica.
Mientras la historia de Caná trata del fruto de la vid con su rico simbolismo, en Juan 15 –en el contexto de los sermones de despedida– Jesús retoma la antiquísima imagen de la vid y lleva a término la visión que hay en ella. Para entender este sermón de Jesús es necesario considerar al menos un texto fundamental del Antiguo Testamento sobre la vid, y reflexionar brevemente sobre una parábola afín que recoge el texto y lo transforma.
En Isaías 5, 1–7 nos encontramos una canción de la viña. Probablemente el profeta la ha cantado con ocasión de la fiesta de las Tiendas, en el marco de la alegre atmósfera que caracterizaba su celebración, que duraba ocho días (cf. Dt 16, 14). Uno se puede imaginar cómo en las plazas, entre las chozas de ramas y hojas, se ofrecía todo tipo de representaciones, y cómo el profeta apareció entre los que celebraban la fiesta anunciándoles un canto de amor: el canto de su amigo y su viña. Todos sabían que la viña era la imagen de la esposa (cf. Ct 2, 15; 7, 13); así, esperaban algo ameno que correspondiera al clima de la fiesta. Y, en efecto, el canto empezaba bien: el amigo tenía una viña en un suelo fértil, en el que plantó cepas selectas, y hacía todo lo imaginable para su buen desarrollo. Pero después cambió la situación: la viña le decepcionó y en vez de fruto apetitoso no dio sino pequeños agracejos que no se podían comer. Los lectores entienden lo que eso significa: la esposa había sido infiel, había defraudado la confianza y la esperanza, el amor que había esperado el amigo. ¿Cómo continuará la historia? El amigo abandona la viña al pillaje, repudia a la esposa dejándola con la deshonra que ella misma se había ganado.

Explicación:
Ahora está claro: la viña, la esposa, es Israel, son los mismos espectadores, a los que Dios ha mostrado el camino de la justicia en la Ley. Estos hombres a los que había amado y por los que había hecho de todo, y que le han correspondido quebrantando la Ley y con un régimen de injusticias. El canto de amor se convierte en amenaza, finaliza con un horizonte sombrío, con la imagen del abandono de Israel por parte de Dios, tras el cual no se ve en ese momento promesa alguna. Se hace alusión a la situación que, en la hora angustiosa en que se verifique, se describe en el lamento ante Dios del Salmo 80: “Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste; le preparaste el terreno... ¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes...?” (v. 9–13). En el Salmo, el lamento se convierte en súplica: “Cuida esta cepa que tu diestra plantó..., Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (v. 16–20).
Tras los profundos cambios históricos que tuvieron lugar a partir del exilio, todavía era ésta fundamentalmente la situación antigua y nueva que Jesús se encontró en Israel, y habló al corazón de su pueblo. En una parábola posterior, ya cercano a su Pasión, retoma el canto de Isaías modificándolo (cf. Mc 12, 1–12). Sin embargo, en sus palabras ya no aparece la vid como imagen de Israel; Israel está ahora representado más bien por los arrendatarios de una viña, cuyo dueño ha marchado y reclama desde lejos los frutos que le corresponden. La historia de la lucha siempre nueva de Dios por y con Israel se muestra en una sucesión de criados que, por encargo del dueño, llegan para recoger la renta, su parte de la vendimia. En el relato, que habla del maltrato de los criados, aparece reflejada la historia de los profetas, su sufrimiento y lo infructuoso de sus esfuerzos. El dueño envía a su hijo querido, el heredero, quien como tal también puede reclamar la renta ante los jueces y, por ello, cabe esperar que le presten atención. Pero ocurre lo contrario: los viñadores acaban con el hijo precisamente por ser el heredero; de esta manera, pretenden adueñarse definitivamente de la viña.
En Isaías no había en este punto promesa alguna en perspectiva; en el Salmo, en el momento en que se cumple la amenaza, el dolor se convierte en oración. Ésta es la situación de Israel, de la Iglesia y de la humanidad que se repite siempre. Una y otra vez volvemos a estar en la oscuridad de la prueba, pudiendo clamar a Dios: ¡Restáuranos! En las palabras de Jesús, sin embargo, hay una promesa, una primera respuesta a la plegaria: ¡Cuida esta cepa! El reino se traspasa a otros siervos: esta afirmación es tanto una amenaza como una promesa. Significa que el Señor mantiene firmemente en sus manos su viña, y que ya no está supeditado a los criados actuales. “Arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera. Si no te arrepientes, vendré a ti y arrancaré tu candelabro de su puesto...” (Ap 2, 5). Pero a la amenaza y la promesa del traspaso de la viña a otros criados sigue una promesa mucho más importante.

La viña y la piedra:
El Señor cita el Salmo 118, 22: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular”. La muerte del Hijo no es la última palabra. Jesús da a entender que Él mismo será el Hijo ejecutado; predice su crucifixión y su resurrección, y anuncia que de Él, muerto y resucitado, Dios levantará una nueva edificación, un nuevo templo en el mundo.
Se abandona la imagen de la cepa y se reemplaza por la imagen del edificio vivo de Dios. La cruz no es el final, sino un nuevo comienzo. El canto de la viña no termina con la crucifixión del hijo. Abre el horizonte para una nueva acción de Dios. La relación con Juan 2, con las palabras sobre la destrucción del templo y su nueva construcción, es innegable. Dios no fracasa; cuando nosotros somos infieles, Él sigue siendo fiel (cf. 2 Tm 2, 13). Él encuentra vías nuevas y más anchas para su amor. Las indirectas de otras parábolas quedan superadas aquí gracias a una afirmación muy clara y directa.

ÉL ES de verdad:
“YO SOY la verdadera la vid” (Jn 15, 1), dice el Señor:
En estas palabras resulta importante el adjetivo verdadera. Pero el elemento esencial y de mayor relieve en esta frase es el “YO SOY”: el Hijo mismo se identifica con la vid, Él mismo se ha convertido en vid. Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid: el misterio de la Encarnación, del que Juan habla en el Prólogo de su Evangelio, se retorna aquí de una manera sorprendentemente nueva. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor, pero que no obstante puede también arrancar y rechazar. Él mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado para siempre y ontológicamente con la vid.
Esta vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada al pillaje: pertenece definitivamente a Dios, a través del Hijo Dios mismo vive en ella. La promesa se ha hecho irrevocable, la unidad indestructible. Éste es el nuevo y gran paso histórico de Dios, que constituye el significado más profundo de la parábola: Encarnación, muerte y resurrección se manifiestan en toda su magnitud. “Cristo Jesús, el Hijo de Dios... no fue primero sí y luego no; en Él todo se ha convertido en un sí; en Él todas las promesas de Dios han recibido un sí” (2 Co 1, 19s): así lo dice san Pablo. La vid, mediante Cristo, es el Hijo mismo, es una realidad nueva. Aunque ya se encontraba preparada en la tradición bíblica. El Salmo 80, 18 había relacionado estrechamente al “Hijo del hombre” con la vid. Pero, puesto que ahora el Hijo se ha convertido Él mismo en la vid, esto comporta que precisamente de este modo sigue siendo una cosa sola con los suyos, con todos los hijos de Dios dispersos, que Él ha venido a reunir (cf. Jn 11, 52). La vid significa la unión indisoluble de Jesús con los suyos que, por medio de Él y con Él, se convierten todos en vid, y que su vocación es permanecer en la vid. Juan no conoce la imagen de Pablo del “cuerpo de Cristo”. Sin embargo, la imagen de la vid expresa objetivamente lo mismo: la imposibilidad de separar a Jesús de los suyos, su ser uno con Él y en Él. Así, las palabras sobre la vid muestran el carácter irrevocable del regalo concedido por Dios, que nunca será retirado. En la Encarnación Dios se ha comprometido a sí mismo; pero al mismo tiempo estas palabras nos hablan de la exigencia de este regalo, que siempre se dirige de nuevo a nosotros reclamando nuestra respuesta.

El fruto:
El primer fruto es el que Él mismo ha producido con su muerte y resurrección. Isaías y toda la tradición profética habían dicho que Dios esperaba uvas de su viña y, con ello, un buen vino: una imagen para indicar la justicia, la rectitud, la santidad que se alcanza viviendo en la palabra de Dios, en la voluntad de Dios. La misma tradición habla de que Dios, en lugar de eso, no encuentra más que agracejos inútiles y para tirar: una imagen de la vida alejada de la justicia de Dios y que tiende a la injusticia, la corrupción, a la opresión arbitraria. La vid debe dar uva de calidad de la que se pueda obtener, una vez recogida, prensada y fermentada, un vino de calidad.
Recordemos que la imagen de la vid aparece también en el contexto de la última Cena. Tras la multiplicación de los panes Jesús había hablado del verdadero pan del cielo que ÉL iba a dar, ofreciendo así una interpretación anticipada y profunda del Pan eucarístico. Resulta difícil imaginar que con las palabras sobre la vid no aluda tácitamente al nuevo vino selecto, al que ya se había referido en Caná y que él ahora nos regala: el vino que vendría de su Pasión, de su Amor “hasta el extremo” (Jn 13, 1). En este sentido, también la imagen de la vid tiene un trasfondo eucarístico; hace alusión al fruto que Jesús trae: su Amor que se entrega en la Cruz, que es el vino nuevo y selecto reservado para el banquete nupcial de Dios con los hombres. Aunque sin citarla expresamente, la Eucaristía resulta así comprensible en toda su grandeza y profundidad. Nos señala el fruto que nosotros, como sarmientos, podemos y debemos producir con Cristo y gracias a Cristo: el fruto que el Señor espera de nosotros es el amor –el amor que acepta con ÉL el misterio de la Cruz y se convierte en participación de la entrega que hace de SÍ mismo– y también la verdadera justicia que prepara al mundo en vista del Reino de Dios.
Purificación y fruto van unidos; sólo a través de las purificaciones de Dios podemos producir un fruto que desemboque en el misterio eucarístico, llevando así a las nupcias, que es el proyecto de Dios para la historia. Fruto y amor van unidos: el fruto verdadero es el amor que ha pasado por la cruz, por las purificaciones de Dios. También el “permanecer” es parte de ello. En Juan 15, 1–10 aparece diez veces el verbo griego ménein (permanecer). Lo que los Padres de la Iglesia llaman perseverantia –el perseverar pacientemente en la comunión con el Señor a través de todas las vicisitudes de la vida– aquí se destaca en primer plano. Resulta fácil un primer entusiasmo, pero después viene la constancia también en los caminos monótonos del desierto que se han de atravesar a lo largo de la vida, la paciencia de proseguir siempre igual aun cuando disminuye el entusiasmo de la primera hora y sólo queda el sí profundo y puro de la Fe. Así es como se obtiene precisamente un buen vino. San Agustín vivió profundamente la fatiga de esta paciencia después de la luz radiante del comienzo, después del momento de la conversión, y precisamente de este modo conoció el amor por el Señor y la inmensa alegría de haberlo encontrado.
Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este permanecer, que tiene que ver profundamente con esa Fe que no se aparta del Señor. En el versículo 7 se habla de la oración como un factor esencial de este permanecer: a quien ora se le promete que será escuchado. Rezar en nombre de Jesús no es pedir cualquier cosa, sino EL REGALO FUNDAMENTAL que, en sus sermones de despedida, ÉL denomina como “la alegría”, mientras que en el Evangelio de san Lucas lo llama ESPÍRITU SANTO (cf. Lc 11, 13), lo que en el fondo significa lo mismo.